30 diciembre 2010

AGNES

La alegría volvió a iluminar el rostro de Oscar.
"Ya es la enésima vez que recuerdo la primera que la vi -se dijo-, soy un romántico anticuado. Soy un hombre sin posibilidad de conquistar y ser amado por ella”.
Resuena las últimas palabras que le dijo a Agnes:
-No, princesa, soy algo mayor que tú.
Ella se acercó y le besó en los labios. Le acarició con manos de pianista los cabellos que, en sus sienes, alguno, brillaba plateado. Y se fue.
Oscar tiene la esperanza de volver a encontrarse con Agnes y decirle:
“Sí, quiero estar contigo”.
***
La calle, llena de esqueletos de sombras que se filtran por entre los tejados inclinados, reflejan las gotas de lluvia. El baile de los últimos rayos de sol trasfigura la noche en una cresta de gallo sideral. Las casas plantadas en un asfalto gris, también brillan. Dos o tres, o tal vez más, estrellas mutiladas, se ocultan entre las ramas de los tilos que adornan las aceras. El anochecer aprieta. El aire de la montaña, ligero y solitario, con un movimiento extraño acuna las aves que van en busca de su nido, no son de bellos plumajes, son grises, como las calles, las fachadas y los troncos de los árboles.
En la lejanía, un castillo semidormido, está quieto, apoyado en una luna roja. El día por fin se ha extinguido con las nubes entre los dientes. La veleta de la torre de la iglesia gira, gira y gira; el ruido de su eje oxidado espanta las palomas de la torre. Lejos, el rumor del mar, huye de la espuma que muere en la arena de la playa.
Un perro blanco, manchas negras en torno a sus ojos, lame sus patas delanteras; solo interrumpe la tarea para tratar de coger de un mordisco las moscas que acuden al olor de la herida.
Agnes, espera impaciente la llegada de Oscar. Sus largos cabellos lisos, recién peinados, enmarcan un rostro preocupado y sombrío. Intranquilo como el reflejo azul de sus ojos glaucos.
Agnes y el perro callejero escuchan, una tras otra, el sonido de la campana de la iglesia cercana. Da las horas. Son las diez de la noche. La última campanada ya no la reciben ni el perro ni Agnes; él, ha desaparecido en un portal que da entrada a una casa derruida; ella, abandona el lugar de la cita con pasos inseguros.
"Tú que me amabas y yo que te amaba -recuerda a Jaques Prevet-, la vida separa a los que se aman muy despacio sin ruido y el mar borra en la arena los pasos de los amantes separados".
Se detiene.
"¡Para siempre adiós! No me importaba la edad. No fuiste valiente-exclama tras un profundo suspiro."
El telegrama, con la fecha y lugar de la cita, que remitió a Oscar, nunca llegó a su destino.

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